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  • Jorge Corti

    Como impedir el jaque mate que da por hecho el narcotráfico
Sin dudas el narcotráfico es, hoy, uno de los problemas más serios que afronta la sociedad moderna y América Latina en particular. Ya no es un fenómeno que pueda verse desde afuera. Es un fenómeno que golpea en el seno de nuestras naciones, condicionando nuestro presente y nuestro futuro. Destruye desde las bases el entramado social e instala la corrupción y la violencia. Con un fenomenal respaldo económico, los barones de la droga se incrustaron en la vida (o la muerte) cotidiana.
 
En un principio, allá por los ’70, cuando a través del dumping se introdujo masivamente la cocaína en los Estados Unidos en busca de un mercado de 40 millones de posibles consumidores, el monopolio del polvo blanco lo tenían los países productores (Colombia, Perú y Bolivia), cuyos cárteles, especialmente los de Cali y Medellín, tenían el ciclo completo, desde la plantación, hasta la fabricación y el traslado a Estados Unidos y Europa.
 
No en vano en 1973 se crea la DEA ((Drug Enforcement Administration), oficina de lucha contra el narcotráfico que, si bien formalmente depende del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, tiene una estrecha ligazón con el Departamento del Tesoro. Lo primero le da supervisión fronteras adentro (con el FBI) y fronteras afuera (con la CIA), para luchar contra la distribución y el consumo, y lo segundo para combatir (¿o controlar?) el lavado de dinero.
 
Pero sucede a que partir de la lucha frontal contra los cárteles en su lugar de origen, especialmente en Colombia donde intervieron los propios norteamericanos, (en Perú retroceden con la caída de Sendero Luminoso y en Bolivia por las limitaciones geográficas), estos comienzan a mudar sus zonas y cambian la forma de distribución.
 
Para ingresar en Estados Unidos utilizan Centroamérica y hacen base en México, con las consecuencias que hoy vemos, y para los mercados europeos eligen primero Brasil y luego La Argentina, donde encuentras facilidades para la corrupción política, militar y policial, el lavado de dinero y una abundante mano de obra barata, producto de la exclusión, a la que se le puede pagar con la misma droga. La resultante de esto último es una explosión de violencia.
 
Marcola señalaba (refiriéndose a Brasil pero, lamentablemente, de aplicación a La Argentina) que el Estado nunca se ocupo de los marginales y que cuando era fácil no se hizo nada. “Ahora estamos ricos con la multinacional de la droga, y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos  e inicio tardío de vuestra conciencia social”, dice el líder narco.
 
Diagnosticando mejor que las propias autoridades, desde la cárcel se atreve a precisar que “hoy una cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles”, agregando que “la post miseria genera una nueva cultura asesina” y concluyendo que “no hay solución, porque ustedes no entienden la extensión del problema”.
 
Pero Marcola da una solución, un tanto utópica pero no imposible: propone una “tiranía esclarecida”, gastar organizadamente millones de dólares, tener una intensa voluntad política, producir una revolución educativa, implementar una urbanización general. El jefe narco nos recrimina, en otras palabras, que como sociedad somos responsables por la ausencia del Estado en los sectores más necesitados. Por eso, si nos decidimos, solución hay.
 
En La Argentina, donde aun estamos detrás de México y Brasil (países con mucha más inequidad y marginalidad) en este flagelo, el mismo se va extendiendo y creciendo en virulencia y cantidad, mientras la clase dirigente recién está tomando conciencia de sus implicancias y no termina de aceptar la realidad. El narcotráfico se infiltró en la política, la justicia, las fuerzas de seguridad y el sistema financiero, y se adueñó, o está adueñándose, de las villas y de cientos de miles de jóvenes “ni”, que ni trabajan ni estudian sin que el Estado haga nada. 
 
Sería inteligente mirar cómo han combatido o están combatiendo el narcotráfico en los países latinoamericanos que han tenido éxito, aunque sea parcial. En Colombia, que fue el epicentro y el modelo del poder de los cárteles, hoy Medellín, sede del célebre Pablo Escobar Gaviria, es una ciudad modelo, con una firme política de inclusión de los jóvenes. Colombia utilizó toda la fuerza del Estado, y no dudo en poner el Ejército en la calle.
 
Brasil, con su récord de favelas en San Pablo y Rio de Janeiro, no sólo puso el problema narco en el centro de la escena, sino que no tuvo dudas en utilizar a las fuerzas militares para invadir las villas y pelar directamente en lo que ya era “territorio enemigo”. De esto en La Argentina ni se habla (a veces debiéramos preguntarnos para que tenemos fuerzas armadas) y las fuerzas de seguridad pelean en franca posición desventajosa.
 
La Justicia se muestra lenta y dócil. La inclusión no baja con los años. En una década se mantuvo igual y se agregó una nueva generación de marginales. La educación creció en presupuesto pero baja en calidad. Hoy, pese a las leyes vigentes, cerca de un millón de adolescentes o no van o van de vez en cuando al colegio. Mientras están por la calle tentados por las ofertas de droga y dinero del narcotráfico. Presas fáciles para una maquinaria sin límites de ninguna índole. 
 
La Argentina no es Suiza, por eso es un absurdo pensar en un código penal que tal vez funcione en el orden del país alpino. No hay calidad institucional ni social. No hay un sistema de premios y castigos. No a un castigo social; se sigue mirando con simpatía al pícaro, al ventajero, al piola. “El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”. No se nos ocurre que el que roba, simplemente, es un ladrón.
 
Decimos proteger los derechos humanos, pero a los misiles no se los para con flores. Somos incapaces de hacer una autocrítica, porque la culpa es siempre del otro. Preferimos “un delincuente que haga a un honesto inoperante”. No entendemos que los dirigentes no son de gajo sino que salen de nuestras propias familias. 
 
Marcola decía que no hay solución. Mentira, la hay, pero cuanto más tiempo tardemos en asumir el problema, en diagnosticar lo grave de la enfermedad y en generar los anticuerpos indispensables, más difícil será salvar al paciente. Y el paciente somos nosotros y nuestros herederos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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