“¿Qué hacés acá en vez de estar buscando a tu hermana?”, le preguntó un policía a Marcos Sosa (29) un día que volvía a su casa caminando por las calles de Villa Gesell, después de entrenar. “Como si yo, además de no tener derecho a intentar seguir con mi vida, tuviera los recursos como para hacer su trabajo”, se indigna.
Su hermana menor, Agostina Sorich, tenía 12 años cuando la vio por última vez, el 15 de agosto de 2010. Ese día, la niña se iba a la casa de una amiga de la familia, “la tía”, como muchos otros fines de semana. Le había pedido a su hermano que la alcanzara, pero justo estaba arreglando la moto. Entonces se fue caminando, como siempre.
“Ahí empezó el calvario”, cuenta Marcos, a quien la palabra “desaparición” no le gusta nada. “Agos no puede haber simplemente ‘desaparecido’. La tierra no se traga a la gente”, sostiene. A medida que pasan los años, dentro suyo se afianza la creencia de que a su hermana la secuestraron y la entregaron a una red de trata de personas. Para él, si la hubieran matado “ya hubiera aparecido algo”.
“Nos sentimos abandonados”
Desde el día uno, la familia de Agostina se sintió “abandonada” por quienes tendrían que haberse encargado de buscarla. Cuando quisieron hacer la denuncia en la comisaría, los policías de turno les indicaron que esperaran 72 horas. “Debe ser una travesura”, “se habrá ido con el noviecito”, “se habrá escapado”, les decían.
Pero a Marcos no le cabe ni una duda de que ella jamás hubiera hecho algo así. “Somos una familia muy unida, ocho hermanos que vivimos en una misma casa”, cuenta el joven, que era muy unido con su hermana. Los dos compartían cierta pasión por el deporte. Además de entrenar hockey, Agostina era fanática de Racing.